martes, 11 de agosto de 2015

Cuando el viento juega (cuento)

Él la vio cruzar la calle. Ella llevaba un vestido, un sombrero y una sonrisa que se le grabó a fuego en los ojos. Y la siguió en lo que quedaba de tarde; la vio mirar las vidrieras, las palomas y los árboles. Sintió que caminando tras ella soñar era otra cosa.
Cuando se la llevó el colectivo, él se sentó en un banco y pensó en la tarde que acababa de vivir. ¿Y si era ella? Todos los sueños sin cumplir que tenía amontonados en el pecho se le alborotaron. ¿Sería ella la mujer que le hiciera los sueños realidad? ¿O sólo se estaba dejando llevar por fantasías? 
Había que averiguarlo. Así que preparó sus armas de conquista: una flor, una canción, un poema. Cuando ella pasara al día siguiente por el camino de siempre caería rendida a sus pies. Pero se equivocó. Ella tiró la flor, despreció la canción, olvidó el poema y siguió caminando. Sueños… queridos sueños, son sueños nada más…

pintura de ERNEST DESCALS
Ella intentó recordar el perfume de la flor, quizás no debería haberla tirado tan pronto. La canción se le grabó irremediablemente en la cabeza. Al menos el poema quedó como un avión que uno ve pasar de lejos. Pensó en él: nada de otro mundo… quizás algo en los ojos… o en las manos… apenas un mundo pequeño y trillado… pero un mundo, uno para mí… ¿mi mundo? 



La calle los encontró un par de veces más. Ella jugaba a la indiferencia que no puede callar con la mirada lo que siente en realidad; él aprendió que nadie te cumple los sueños propios y sin embargo, nada tiene que ver eso con el tamaño del amor. Entonces cayeron en la cuenta de lo que estaba pasando y dedicaron el día a buscarse, a esquivarse, a buscar besos imposibles, a tentar la suerte en una esquina cruzando apurados de la mano.

Pero no existe el juego eterno. No hay continuidad posible y constante en las ganas de jugar. Y el juego de los dos terminó cuando el viento empezó a jugar el suyo. Un sombrero de mujer atrapado en el viento era el paisaje. Un sombrero gastado, es verdad, nada de otro mundo, pero sombrero de mujer al fin. El que le cuidaba sus cabellos e ideas. El que ella usaba para jugar a la timidez. El que disimulaba su estatura y llenaba de misterio el borde de su frente. El viento se llevó el sombrero, se la llevó a ella y con ella, las ganas de jugar.

Él estaba algo cansado. Más que cansado, casi aburrido. Pero antes que aburrido, enamorado. No quería jugar más. Quería encontrarla y cambiar el rumbo de la historia. Recogió la flor, rescató el poema y tarareando la canción la buscó por todos los rincones de la ciudad. Pero las calles son crueles: esperan que uno pierda toda esperanza de encontrar lo que busca para recién descubrir lo que parecía oculto. Entonces, con la noche apareció el viento haciendo malabares con un sombrero de mujer. Y cuando el viento miró la sonrisa de aquel joven, cuando escuchó el latir de ese corazón, olvidó sus arrebatos de ciclón y, como queriendo ser la brisa más blanda del mundo, le puso en las manos el sombrero.

Ella no quería jugar más. Se sentía un poco sola con el pelo a merced de la luna. Sentía que su mundo había cambiado y necesitaba volver el tiempo atrás. No quería internarse en la ciudad, no sentía ganas de discutir con el viento. Tampoco quería llorar por su sombrero, sabía que las cosas, como el juego, tienen un final. Un camino propio. Una senda a veces difusa. Sin embargo, algo le hizo cambiar de idea: tejió una trenza rubia, se cambió el vestido, se abrigó el cuello con un pañuelo y salió. La ciudad aún tenía algo que decirle. 

Él la vio en la plaza. Lo asaltó el recuerdo de la niña que lo invitaba todas las tardes a tirarse en el tobogán. La vio caminar, la cabeza hacia el cielo, la cabeza hacia el suelo, más hermosa y más inmensa que todas. Él sabía que en las manos llevaba la palabra que cambiaba el cuento, la diferencia entre el amor y el juego, la verdad entre entre la soledad y el fuego. Sabía que tenía una oportunidad, sólo una oportunidad para entregar lo rescatado y en esa entrega cumplir o dejar morir un sueño.
Ella se subió al tobogán. Se preguntó por qué cuando crecemos dejamos de lanzarnos al viento en ese viaje de chapa, tan efímero como necesario. Se sonrió al darse cuenta que tenía temor. Primero el temor de sentirse mirada y reprobada. Después, el temor de haber olvidado cómo hacerlo. 

Entonces cerró los ojos y se lanzó.

Él la vio deslizarse a toda velocidad por el tobogán con los ojos cerrados y un temor estúpido le hizo correr hacia ella. Pero en lo que duró la carrera perdió todos los miedos, la sangre le resucitó los sueños y cuando sus rodillas aterrizaron en la arena y los brazos se le hicieron eternos, aquella mujer que le cabía en el abrazo abrió los ojos, vio aquellos ojos y aquel sombrero. Ella sintió algo de otro mundo. Él olvidó sus sueños. Por un momento fueron ellos y nada más que ellos. Sin juegos, ni flores; sin la indiferencia, ni el viento. Fueron ellos en la forma de un beso.

Ya habría tiempo para el mundo. Ya habría tiempo para sueños.

                                                                                                                       (por Marcelo Guerrero, 2015)

pintura de ERNEST DESCALS



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