Hace varios años que voy a la peatonal cordobesa a cantar y tocar la guitarra, ahí en Obispo Trejo, casi 27 de abril. Lo hago esporádicamente, cuando tengo un tiempito, cuando me asaltan esas ganas locas y tengo que ir sí o sí. Al principio cantaba de todo un poco, pero luego fui aprendiendo que cantando folklore, temas del cancionero latinoamericano, murga, cantaba con más pasión y eso a la gente le gustaba.
Gracias Andre Vergara y René Reyes por el cuadro |
No es mucho dinero el que se saca en la gorra porque es más lo que uno se lleva en los ojos. Y lo realizo por un placer compartido por varios artistas callejeros: me gusta sentarme a mirar a la gente que pasa y me escucha. Me gusta hablar con quienes se acercan, me gusta imaginar qué sentirán, qué pensarán al escuchar esa canción que les atravesó la caminada. Me gusta esa gente que antes de pasar enfrente mío se saca el auricular y sonríe. La gente que me mira fijo, sin vergûenza, sin pudor; pero también me encanta la que se sonroja, o mira de reojo, o escapa rápidamente la mirada. Me gustan las parejas que se sientan en una glorieta cercana y se quedan escuchando una zamba: se miran a los ojos, se bailan con los dedos, se besan con el pañuelo de sus labios...
Me encontré con muchas personas maravillosas sentado ahí. Estar cantando en la peatonal es un poco similar a estar de viaje. Hoy les voy a contar algunos de esos encuentros.
10 centavos
Era una tarde parecida a muchas. Rostros que pasaban y no dejaban de pasar y yo guitarra en falda y con las canciones, que iban saliendo sin prisa pero con algo de desgano. La gorra estaba pelada: pocas monedas, ningún billete. No hacía mucho que iba a cantar así y que la gente dejara poco me frustraba. Me faltaban muchas cosas por aprender. Fue entonces que ellas aparecieron.
Madre e hija. Ambas hijas de la calle. Ambas jóvenes. Zaparrastrosas, desgreñadas; mamá empujando un carrito lleno de rejuntes, hija arrastrando zapatillas grandes. Cuando pasaron delante mío, lentamente, ella me miró: la nena, seis años quizás, con unos ojos verde mar. Frenaron unos pasos más adelante y mientras cantaba intentaba intuir de qué hablaban. La canción terminó y aquella mamá se acercó, sola, y me dijo:
- Mi hija quiere darte esto, pero le da vergüenza venir porque dice que es muy poco.
Abrí la mano y la mujer dejó una moneda de 10 centavos. Me desarmé. Agradecí a la mamá y sólo atiné a mirar a su hija, paradita más allá mirándome, y decirle "gracias".
Se fueron en un segundo, mucho antes de suspirar. Guardé esa moneda en el bolsillo como un tesoro: nadie podría darme nunca una moneda más grande, un billete más inmenso. Desde ese día la plata que entraba o dejaba de entrar en la gorra dejó de importarme. Me gustaría encontrarme de nuevo con ella y decirle que no fue poco, que esa moneda me dio un valor que no se agotaría nunca.
Reunión cumbre
Una noche para el recuerdo. Eran como las 22:30 hs, la peatonal estaba semidesierta y yo estaba a punto de irme cuando aparecieron ellos. Uno parecía un tipo común y corriente, joven, rulos, barba, remera, jeans, un caminar normal; nada de otro mundo. Lo llamativo era que venía acompañando a un otro mucho más interesante. Alto, metro noventa quizás. Pelo lacio y largo hasta los hombros pero pelado arriba. Ojos como puñalada en tarro, nariz gorda, arrugas muchas, barba de tres días. Un brazo más corto que el otro, y uno de ellos sosteniendo una caja de jugo baggio arremangada (imaginensé el contenido). Al parecer una pierna más corta que la otra también, porque rengueaba. Campera, remera negra, jeans rotos. Alias: Pequeño Juan.
Su compañero se sentó en la glorieta, a mi izquierda y Pequeño Juan se acostó en medio de la peatonal y me pidió temas de Vox Dei. Ante mi falta de repertorio la guitarra pasó de mis manos a las suyas y comenzó a cantar. Tuve que cerrar los ojos y volver a abrirlos para creer lo que oía: Pequeño Juan era León Gieco cuando cantaba. El mismo timbre, cadencias parecidas, un poco más ronco quizás, pero juro que era Gieco cantando un tema de Vox Dei.
Y como si esto fuera poco, llegó el último invitado a esta reunión impensada, bizarra y maravillosa. Apareció desde la 27 de abril. Pelo negro, corte al estilo Calculín. Una nariz como para abrir surcos en tierra. Lentes antiguos, de marco enorme color marrón, sin vidrios. Saco violeta y jean. En sus manos, un libro de Dostoyevski. Se sentó a mi derecha y, mientras Pequeño Gieco (o León Juan) cantaba, leía. Cuando terminó la canción, este personaje pidió permiso para tocar y la guitarra pasó a sus manos. A esa altura yo esperaba que sonara cualquier cosa, lo que el universo había dispuesto para esa reunión. Entonces, comenzó a sonar Bach, para sorpresa y disfrute de los miembros callejeros de aquella noche.
Es una pena (para ustedes) no tener registro fotográfico de aquella noche, pero la imagen era más o menos así...
Peatonal = historias que caminan
Las dos historias que conté son una muestra, son un botoncito del gran entramado de situaciones que ocurren cuando uno se sienta en esa glorieta y se pone a cantar. O hacer cualquier tipo de arte. No importa si sos profesional o tu único escenario es la ducha. Si te dan ganas, si te pica el bichito callejero, tenés que salir y hacerlo. Si pretendés vivir de eso, es otro cantar. Se puede, incluso muchos lo hacen en muchas ciudades del mundo (Córdoba incluida).
La peatonal se transforma en un escenario único cada vez que los artistas callejeros se sientan y entonan una canción, cuentan chistes, dan vida a un títere o humanizan una estatua. La peatonal cambia, la gente cambia. Ayer mientras cantaba "Zamba de las tolderías" apareció Oscar. Se sentó a escuchar, me explicó cómo arreglar el tajo que tiene mi guitarra, me contó que es rosarino y que a veces toca y canta, cuando se da la oportunidad. Así que no pasó un minuto y ya Oscar tocaba y cantaba "El Mensú".
Cantar en la peatonal, una forma de recorrer muchos caminos, de conocer muchos mundos sin cambiar de lugar, porque las historias te caminan dentro y ni falta que hace moverte.
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