Hace tres años que la primera quincena de enero me encuentra contando cuentos cerca del mar. A través de un Programa Nacional, el hotel 4 de la Unidad Turística de Chapadmalal recibe a cientos de chicos y chicas de muchas provincias argentinas, la mayoría de ámbitos rurales o carenciados que por primera vez en su vida tendrán la inmensidad del mar ante sus ojos.
Entre las muchas propuestas de las que participan durante los días de colonia, aparecen los cuentos. En seis días, es mi responsabilidad que cada uno de los 600 chicos que ahí se encuentran escuchen una historia con sus oídos ávidos de palabras: oídos en los pasillos, oídos en el teatro, oídos en la playa, oídos en los bosquecitos, oídos en la terraza...
oídos, oídos, oídos.
Lo bonito es contar a pequeños grupos, buscando un lugar tranquilo (si es con el mar de fondo, mejor aún), preparando la atención para que todos hagamos realidad la historia que existirá mientras se cuenta. Pero no es tarea sencilla llegar a todos esos oídos, por eso también apelo a contadas masivas: uno o dos cuentos para 250 o 300 personas... sin embargo no es lo mismo.
Sobretodo si me pongo a pensar en que cada niño o niña que me escucha viene de muy lejos, con una historia encima, con una idiosincracia, con una tonada en la voz y en los oídos, con necesidades y promesas, con alegrías y temores. Cada una de aquellas personas chiquitas (de cuerpo) trae un pueblo dentro suyo: me escucha y crea su propio cuento en la cabeza según quién es. El rey de mi cuento tuvo miles de rostros en estos días, las manos de los panaderos tuvieron huellas digitales y callos diferentes, los monos de nariz blanca miraron una luna distinta cada noche. Cuando una persona escucha un cuento está creando junto al narrador, la imaginación de quien oye y la de quien escucha se alían para la creación de tres historias diferentes pero que al fin y al cabo son una sola: la que sale de la boca del cuentero, la que nace en el ser del oyente y la que juntos arman para que quede flotando en el aire.
Es por eso que cada vez que regreso de Chapadmalal tengo una sensación que me sigue. ¿Es posible contar cuentos todos los días? ¿Cuánto descanso necesita la mente, la memoria y el corazón para contar sin apelar a tecnicismos?
A medida que los días iban pasando comencé a percibir que sólo podía contar, desde una entrega sincera, a un público muy reducido. Diez personas asemejaban el límite para mi voz, no quería ni podía llegar a más. Entonces fue cuando descubrí que hay dos cosas que vienen a salvar al cuentero en momentos así:
- Contarle a una sola persona sin querer. Así, por casualidad, por rumbo de la charla, por necesidad del instante, por curiosidad del otro... La historia nace para quien está enfrente, mirando y escuchando, pero también hablando, conversando, riendo o llorando.
- Que le cuenten a uno con pasión. Una tarde, alguien me contó una historia en un momento impensado, sin planearlo. Y me dí cuenta que hacía mucho que no escuchaba un cuento para mí. "Esperá, ¿querés escuchar un cuento?"
Y así fue que pude seguir contando.
La valija cuentera volvió a Córdoba con dos cuentos, dos canciones y un objeto extraño que aún no tiene cuento. Me lo dio un chico, después de escuchar cómo sale un mono de la panza de un león, que me dijo: "Ésto es una historia para la valija..." Y así sin más se unió al grupo ansioso que rumbeaba para el mar.
Aún no tiene cuento este elemento. ¿Se te ocurre alguno?
¡Abrazos cuenteros!
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