viernes, 12 de febrero de 2016

Tres cortitos de verano

Tres cortitos de verano


La foto de Daniela

Cuando terminó de ducharse, Daniela tomó la toalla y vio sobre el botiquín del baño su celular. Pensó en qué momento se distrajo como para entrar al baño con él, cosa que no hacía nunca, pero no encontró una respuesta. Lo que sí encontró fue la sorpresa de sentir cómo una sensación le recorría el cuerpo: tuvo deseos de tomarse una foto.

Ella, que odiaba las selfies, las poses, los narcisismos de la imagen posmoderna, sentía deseos de encender la cámara del móvil y disparar. Dejó caer la toalla, agarró el teléfono y la pantalla le devolvió la imagen de sí misma a través del lente. Pero se sintió observada, intimidada y de los nervios apagó el aparato. “No seas idiota”, pensó, “nadie te ve, no es una cámara espía”. Entonces, sin pensarlo de nuevo, prendió la cámara, estiró el brazo, encuadró el rostro. Su dedo índice pulsó el ícono de la camarita. El pelo enrulado y rojo resaltó en la pantalla y las gotas que no llegaron a secarse fueron destellos intensos brillando ante la rapidez del flash.
La única fotografía que Daniela se tomó en su vida quedó perfecta, dijeron sus parientes cuando encontraron en el baño nada más que un celular.

Nacimiento de la sonrisa 

Los hipopótamos en cautiverio no pueden sonreír. Lo intentan toda su vida con ahínco, con fervor, con pasión desde el día en que vieron sonreír a un niño en el primer zoológico de la historia. Pero no pueden, ni podrán nunca, porque aunque los hipopótamos tengan unos dientes impresionantes, la sonrisa es cuestión de labios y no de dientes, al parecer.
Augusto es el hipopótamo del Zoo de Córdoba. Augusto brilla bajo el sol de mediodía, como un monumento violáceo respirando el verano y hace poco ha descubierto la cruda verdad de lo imposible: nunca podrá sonreír.
Entonces, una fuerza descomunal se apodera de él y, como si fuera la locomotora de un tren, comienza a correr. Arrasa con la cerca, rompe alambrados, voltea los muros del zoológico y corre. Augusto atraviesa las calles llevándose por delante autos, colectivos y semáforos. Nada parece detenerlo, avanza como una mole violeta y violenta que corre hacia los bosques de la Universidad. Pero allí es donde Augusto se tropieza con un cucurucho y cae… cae y rueda por el pasto verde, velozmente al principio, más lento cada vez, hasta terminar meciéndose bajo los pinos.
Augusto, el hipopótamo, mira el cielo y las nubes. Escucha el sonido de las sirenas cada vez más y más cerca. Una nube con forma de cucurucho le causa gracia y Augusto sonríe. Nadie lo nota, pero él sonríe. Ninguno de los curiosos que se amontonan ve en esa boca una sonrisa, porque Augusto sonríe con el brillo de sus ojos. Y entiende.

Inspiración

Existe un país donde los animales son invisibles. Difícil vivir ahí, sí; pero mágico a la vez. Es seguro recibir la mordida de un perro al viajar en bicicleta, así como confundir el trote de los caballos con un leve temblor de tierra. Un escritor se enteró de la existencia de este anómalo lugar y viajó allí para escribir su primera novela. Sentía que un entorno así, tan incierto e impresionante, era el espacio indicado para desarrollar sus ideas y estar abierto a la inspiración. Pero supo lo equivocado que estaba cuando el ronroneo del tigre le erizó la nuca.

(Las tres historias de recién surgieron de ejercicios de improvisación, y así como salieron así quedaron)


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