miércoles, 3 de septiembre de 2014

Oruro-Villazón en tren (fragmentos de un viaje allá por el 2011)

Es parte del viaje de vuelta que realizamos por Bolivia con Emmanuel (un amigazo), desde la ciudad de Oruro a la de Villazón. Espero que disfruten de este viaje en el tren Wara-wara, y de este camino que cuenta.



Oruro – Bolivia. 19 de enero de 2011. 19:00 hs.








La vías nos llevan a Villazón. Con suerte conseguimos pasajes para viajar en clase popular (la más barata). Aquí la gente viaja con “harto bulto”, las cholas cargan sus aguayos hasta el tope al igual que sus bolsos de fibras de nylon. Los asientos no se reclinan, el espacio es muy reducido y los que vamos en este vagón somos 92 personas y un perro. En esta clase predomina la presencia de familias, por el precio del pasaje. El trayecto se puebla de risas y llantos infantiles.

Como no podía ser de otra manera, a cada rato se ve gente comiendo: chairo, fruta, pollo con chuño, choclo, humita, pan… El boliviano es una persona de un comer impresionante ya que es mucha la energía que se gasta a tanta altura. El desayuno puede tener leche, pan, café…o sopa, pollo, huevo… La vuelta me trae de nuevo todos los sabores que probamos: salteña, llaucha, chairo, chicharrón de chanco, salchipapa, trucha, marraquetas. La cultura culinaria de Bolivia sorprende y agrada. Es un universo de sabores, es un país que reta paladares y estómagos extranjeros al desafío de sortear los ataques digestivos, y disfrutar de las comidas que alimentan y protegen a su gente.
El viaje en tren es largo. Una travesía densa y agotadora. Son más de las nueve de la noche y aunque las luces del vagón siguen encendidas, muchos duermen. Rostros morenos han cerrado sus ojos, rasgos parecidos son paisaje del sueño. Raza que recibe de cerca la caricia del sol y que encuentra espejo en la tierra que sus pies caminan. Pachamama. Rostro moreno de rasgos firmes lleva la chola, el boliviano trabajador, el que sufre quizá el diario trajinar de su vivir en lucha. Rostro moreno que refleja entrega, que transpira un pelear cotidiano.
Muchos rostros se tornan duros por la codicia, el desinterés, el egoísmo. Su lucha diaria se transforma en un despliegue de artimañas para sacar la mejor parte sin pensar en el otro. Pareciera que para ellos la palabra respeto sólo es válida para sí mismos. Y se hace inevitable encontrarse con ese rostro de Bolivia.
Más allá de eso, hay otra cara que hace que quien pisa el altiplano se vuelva enamorado. Rostro moreno de rasgos firmes que se puebla de dulzura cuando agradece. Aquellas manos que saben trabajar con respeto, con voluntad inquebrantable, con humildad de Ser humano; son las que abrazan cálido, las que cocinan para uno o para cien con la misma alegría. Manos de sol, que de viejas se tornan brillantes y pobladas de firmes arrugas. Manos que miran, porque a veces sus ojos se resisten a desnudar el tiempo que llevan sus andares. Y esa mirada no es más que un apretón cargado de sentires que el viajero llevará en sus manos como un tesoro.
Llegamos a Chachapaya. El tren se detiene unos instantes para que suban y bajen los que van, los que vuelven. Se nota que el cansancio en un pasajero más en el vagón: cuesta dormir, las piernas se adormecen, los pies piden camino y la espalda sueña con un colchón. Por las rendijas de las ventanas entra la tierra que el tren levanta, se siente en el aire, en la piel, en la hoja en la que escribo.
Salimos de Chayapata y nos acaba de sorprender un tierral que llenó de polvo todo el vagón. Tenemos tierra por todos lados y lo mejor que uno puede pensar es que Pachamama quiere acariciar a sus hijos aprovechando el fuerte viento.

Jueves 20

Fue una noche desesperante. Ante lo imposible de dormir sentado probé otras opciones: me acosté en el pasillo, hasta que un viejito apoyó la suela de su zapato en mi mejilla, dándose cuenta a tiempo que era mi cara y no el suelo lo que iba a pisar. Intenté dormir parado, como las gallinas, apoyado en el respaldar del asiento, pero terminé cayendo sobre un pasajero apenas me dormí. Observé el portaequipajes y lo consideré un buen lugar. Subí, me abracé a la guitarra y dormí un poco. Pero me desperté por el ñic-ñic-ñic-ñic intenso que brotaba de los caños, cosa que me hizo pensar en la integridad de los pasajeros de ese lado y en la de mi bolsillo…y me bajé.
Clase popular, clase del pobre. Pienso en estos rostros que hacen un esfuerzo por descansar, porque quizás cuando bajen del tren deban ir a trabajar. Son 19 horas de un viaje incómodo, sin acceso al coche comedor, sin calefacción ni aire acondicionado. Un asiento que casi forma un ángulo recto no reclinable. De un lado los asientos para tres, del otro para dos. Enfrentados. Es difícil dormir hasta para quienes el viaje es costumbre. Pero es la opción barata. La opción del pobre son 67 bs. (alrededor de 35 pesos argentinos). Un asiento reclinable y acceso al comedor cuesta 42 bs. más. Pero… ¿cómo hace la familia de seis, siete, cinco que viajan con nosotros? ¿Acaso no tendrían derecho de elegir sentarse en una mesa aunque sea para tomar una gaseosa y distraer el cuerpo del cansancio? Los vagones del tren se disponen de la siguiente manera: máquina, clase salón, ejecutivo, comedor, coche de equipaje y clase popular. Somos el último orejón del tarro en este tren estratificado.
No hay chiste con el viaje” me dice la chola que viaja en frente mío.
Pasamos Tupiza, la “joya de Bolivia” según dicen. Quedan casi tres horas para llegar a Villazón, y según Emmanuel, es el tramo más dense del viaje. Espero que no tenga tanta razón. El ansia de llegar se va instalando pero hay que esforzarse por aguantar. De seguir aguantando, en realidad, porque todo el viaje es un aguante.

El tren atraviesa la altura a ritmo parejo, con el balanceo constante de sus vagones. Con su máquina tirando estoicamente la extensa fila que nos porta. Tren de sangre argentina, hecho en la FIAT, ahora penetra el altiplano. La Puna es el escenario de su camino, de su trabajo; el aire boliviano es el escucha de su inconfundible sirena.

El tren aguanta, resiste, avanza. Es la especie en extinción que aún perdura. El pueblo elige salvarlo, siempre lo hizo y lo hará. Fiel columna de hierro que sortea cualquier geografía, gigante de acero que nos embellece el camino, nos cuida el bolsillo, nos resguarda de la muerte que acecha en el asfalto.
El tren atraviesa la altura a ritmo parejo, con nosotros dentro, con la historia encima, con las vías siempre esperando su regreso.
“¿Todos a Villazón?” pregunta el guarda cuando salimos de la penúltima parada. “Siiiiiiiiiiiii” respondemos todos a coro…
Bajamos del tren. Buscamos el equipaje.
Salimos de la estación. Compramos regalos.
Caminamos hacia la frontera.
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